La clásica rutina del viaje en colectivo. ¿Quien no la realizó alguna vez? ¿Quién no la padece diariamente? La larga espera para elevarse hacia la plataforma rectangular con la masa humana aglomerada, agobiada y exaltada por un regreso próspero a casa sin sobresaltos (aclaremos que sin sobresaltos emocionales, porque los físicos ocurren naturalmente gracias a la pericia del chofer para elevarse en el aire unos cuarenta centímetros del nivel del asfalto por causa de una loma de burro; por algo es aconsejable no ir distraído bebiendo alguna gaseosa en este transporte, podríamos usarlo de enjuage en la cabeza de la señora que nos mira con cara de muchos amigos que no nos soportan, no me gusta el cliché de "pocos amigos"). ¿Qué hacer cuando hemos quedado varados en la mitad del rectángulo andante con una puerta trasera a la misma distancia que la delantera, con una generosa orgía de manos y piernas atravesada entre nuestros puntos de escape? Considerándo que no hemos advertido anticiparnos a la parada para ir movilizándonos unos minutos antes, deberíamos proceder con cautela y métodos escurridizos para reptarnos entre los cuerpos ajenos. Pero esto es relativamente peligroso, debido a que seguramente llevamos algunas pertenencias que se van chocando con otras pertenencias de los pasajeros, como por ejemplo: mochilas que chocan contra carteras, maquetas que chocan contra bolsos, cajas de carton vacías que chocan contra unas llenas, bolsas de basura que chocan con bolsas para cadáveres, carteras con excesivo maquillaje que chocan contra mochila con excesivos libros, maletas con mercancías ilegales que chocan contra mochilas estudiantiles portadoras de marihuana local, trabajos finales de arquitectura de dos metros por tres que chocan contra entregas de diseño gráfico con cartulinas de catorce cuadras por dos veredas, y etcéteras que chocan contra otras etcéteras. Sin eludir las consecuencias de un viaje solitario en el colectivo, horas nocturnas que ven pasar luces del semáforo como una fotografía con la velocidad baja del obturador, las ocasiones de sobrevivir al samba-transporte se tornan complicadas cuando intentamos llegar a la puerta de salida esquivando los fierros que atropellan verticalmente nuestro tórax y nos dejan un lindo tatuaje colorado en la frente.
¿Que sería de nuestro acople mental si el día de mañana repentinamente nos tocara el rol de jugar a ser colectivero? ¿Tambíen prejuzgaríamos a los pasajeros con un porcentaje estimativo acerca de sus habilidades para subirse y estabilizarse dentro del colectivo? Vemos un sujeto esperando en la parada y realizamos una descripción rápida: porta mochila de un hombro, lleva jogging, zapatillas y una campera de jean ¿Diremos "ahh, éste es joven y atleta... que se suba andando"? Exacto. Mientras nuestro pensamiento errático nos hace dar cuenta que el individuo no era un atleta, sino un estudiante sedentario que se estrelló contra la máquina expendedora de boletos por su poca resistencia en los gemelos para estabilizarse desde velocidad cero hacia los 15 km/h a los que venía el colectivo que nunca frenó. Y además, vemos que es un estudiante porque algunos de sus apuntes volaron hacia nuestro sector de conducción. ¿Seríamos capaces de ver como la gente se divierte tambaleándose a gran velocidad como un gran samba mientras realizamos varios slalom con motociclistas, baches y vehículos particulares? Además de generar el enjambre de insultos que resuena como un hinchada desde todos los espacios imaginables de la calle. ¿Disfrutaríamos ser colectiveros? ¿Realmente nos divertiríamos? Yo creo que sí. Al menos por los veinte minutos que lo manejemos hasta que hayamos estrellado el transporte contra un árbol mal estacionado en la vereda. Sin dejar de omitir, obviamente, las 144 infracciones de tránsito con un promedio digno de récord guiness, los 14 accidentes viales por negligencia e impericia, haber bajado del transporte para insultar al chofer de tren que se quedó justo en el paso a nivel para dejar pasar a otra formación (mientras entre insulto e insulto, y sin conocer apropiadamente los enlaces, llegan al debate acerca de un partido de fútbol que jugaron Argentinos Juniors y Ferro en el Metropolitano de 1985, aumentando la euforia de los apasionados gritos que emergen de la garganta de los automovilistas que esperan que el tren y el colectivo decidan moverse, desaparecer o ser engullidos por algún agujero negro para así poder pasar), y la más grave, cortar transversalmente la avenida para bajarse a comprar un guaymallén de dulce de leche y una cepita multifruta porque hace mucho calor arriba del colectivo y eso abre el apetito. Por estas causas pienso que no se venden colectivos para particulares. El seguro saldría muy caro.
Así que conformémonos con arrojarnos con mucha vehemencia pero gran desatino hacia la puerta del colectivo andando. Insultemos al viento que nos arroja cuando pasa a gran velocidad sin frenar y nos mira con esos ojos de "JA", una risa seria pero burlona, casi como un "lero lero, mira como no freno". Y cuando venimos agotados y queremos sentarnos pero la capacidad máxima de pasajeros ha sido superada ampliamente, no agotemos nuestra capacidad intelectual e indecorosa para avergonzarnos: llevamos un sobretodo, nos ponemos cerca de un grupo de mujeres, nos vestimos con nuestra mejor cara de perversidad innata, desabrochamos los botones y nos mostramos como la naturaleza nos arrojó a la intemperie, al grito de "¡Para el bolsillo del caballero y la mano de la dama, aqui les traigo".. Si hasta esta altura no recibimos una bofetada por parte de alguien, o alguna patada directo a nuestros descubiertos testículos, es porque seguramente la gente se estremeció y se sorprendió ante el escandaloso exhibicionismo que hemos generado. Seguramente la señorita más puritana ha huido despavoridamente y ha abandonado su asiento amablemente para cedersélo a nuestro trasero desabrigado. Esta vez no seremos victimarios de la ultraviolencia material, sino que exhibiremos nuestras partes íntimas que, calculando el crecimiento de la tecnología y del voyeurismo, estaremos colgados en la web en menos de lo que dura el parpadeo de un sujeto narcotizado.